viernes, 25 de junio de 2010

Cuento: "En defensa propia"

Yo, a lo último, no servía para comisario -dijo Laurenzi,- tomando el café que se le había enfriado-. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre, el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, ha cerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me ju bilé. Una de esas macanas es la que le voy a contar.

Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. Eso le indica -murmuró con sarcasmo, mirando la plaza llena de sol a tra vés de la ventana del café- que mi fortuna política estaba en ascenso, porque usted sabe cómo me han tenido a mí rodan do por todos los destacamentos y comisarías de la provincia.

La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?
_Es por el solsticio estival -expliqué modestamente.
_Usted quiere decir el verano. El verano de ellos, que tra jeron de Europa la fiesta y el nombre de la fiesta.
_Desconfíe también del nombre, comisario. Eran anti guos festivales celtas. Con el fuego ayudaban al sol a mante nerse en el camino más alto del cielo.
_Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más de seaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la cocina, donde se guramente hacía calor y no se pensaba en nada.
Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila la voz del juez Reynal, diciendo que aca baba de matar a un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el perramus y fui a ver.

Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me en tendí. La ley de los jueces siempre termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o me jor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a saber, después de verlos llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es cómo salen. Des pués hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna par te, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.
Iba pensando en estas cosas, mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima y los campos llenos de flores. Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.

Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La cancel estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o pa ra darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, y no le hablo de los vicios de procedimiento, ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.

Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.

Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez, en la misma co misaría;
adonde llegó como bala, me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin pro bar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es mejor que ande suelto un asesino y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro?, le pregunté. “El peligro lo co rrentos todos”, dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pa ta ancha en los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre.

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza, como si se riera de alguna ocurren cia secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
_Bueno, ahí estaba, sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absor to en uno de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo impor tante, porque apenas alzó la cabeza al verme en la puerta, y siguió leyendo hasta que lle gó al final de un párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el sue lo, que era un hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar hacien do la seña del as de espadas.

Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que yo conocía, o debía conocer, el Código de Procedimientos, que él, desde ya, se iba a excusar de entender en la causa, pero que su reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesio nal la forma en que yo encauzaba el sumario.

Le aseguré que no faltaba más. Le dije que si estaba bien que hiciera una inspección ocular. Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y lo tuviese demorado hasta que el doctor Fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y contentó: “Muy bien, muy bien, eso me gusta”.

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me en contré con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre “El Jilguero”, y también “El Alcahuete”, con fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara fla ca donde parecían faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuan do ya le iban a tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doc tor sacó de algún cajón lo sentó de traste, y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.

Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa, con cuidado, porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantar se siquiera, porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando en tró Luzati.
_¿Lo conoce, doctor? -le pregunté.
_Nunca lo había visto.
Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de él.
_¿Y de eso -señalé-, no pensaba decirme nada?
_Usted tiene ojos -respondió.
Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que eran la colección de La Ley, y uno estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de plata boca abajo, un retrato, con la foto y el vidrio perforados.
_Quédese quieto, doctor, no se mueva -le previne y di la vuelta al escritorio, me pa ré donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos, y desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero me corrigió: “Un poquito más a la izquierda”, dijo.
_¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
_No se siente nada -contestó- y usted lo sabe.

Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fres ca. Todo listo y empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a en contrar que el plomo de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.

Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir “Qué raro”, y me miró sin moverse.
_Qué raro, doctor -le dije caminando otra vez hacia la biblioteca-, que usted, que solía tener tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque a mí no me falla, hace cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati, por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
_¿Y eso? -dijo-. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
_Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y apenas se pasó una mano por la frente.
_En el treinta -murmuró-. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a robar, sino a vengarse.
_Todavía no sé lo que quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a usted, alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje, que este tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted...

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón y me vio con el re trato entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la som bra del odio que le sigue tienen una infalible puntería.

Le devolví el retrato, le dije: “Guardeló. Esto no tiene por qué figurar aquí”, y me sen té en cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar por ejemplo en esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devas tada, ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente “Ali cia Reynal, toxicómana, etcétera”. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
_Hace mucho que no la ve.
_Mucho -dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.

Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comi sario. Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo el “Alcahuete” ha bía conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de gol pe, figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocu rrió extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó -un petardo más en esa noche de petardos- contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver, a cargarlo, sin sacarlo de la mano del muerto, que era donde debía estar.

Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más, ya no iba a ver nada, porque no que ría ver nada. Así que al final me paré y le dije:
_No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltar lo, y que usted lo madrugó. Todo el mundo lo va a creer, y yo mismo; si mañana lo leo en el diario, es capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me enganché por segunda vez junto al “Alca huete”, y de un bolsillo del impermeable saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí, y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muer to con dos armas encima.
El comisario bostezó y miró su reloj. Lo esperaban a almorzar.
_¿Y el juez? -pregunté.
_Lo absolvieron. Quince días después renunció y al año se murió de una de esas en fermedades que tienen los viejos.


Rodolfo Walsh
Del libro: "Cuentos para tahúres y otros relatos policiales"

27 comentarios:

  1. GAAAAAARCHAAAAAAAAAAAAA


    L.A.F

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  2. muy bueno y para pensar...

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  3. los resumenes para marce son una paja , aguante el CMB jaja si sacaste el resumen de aca te deseo suerte :P 6/12/12 9:49 pm
    saludooos

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  4. Alguien sabe el significado de es mejor que ande un asesino suelto que una ruedita de la justicia?AYUDA PORFAA

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  5. asi se demuestra la justicia en argentina..si sos diplomatico podes matar a quien quieras..total preso no vas jamas

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  6. Vamo' a leer para un t.p
    Profe si ves esto aprobame jjajjaj
    Gabriel Caminito

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  7. Esta para pensarlo > <

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  8. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  9. La frase de "es mejor que ande un asesino suelto que una ruedita de la justicia" significa que es preferible que ande suelto un asesino a que alguien que venda droga y perjudique a la Sociedad

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  10. Tengo que hacer una noticia con esto, y no me atrapa el cuento��

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  11. Hay una parte donde dice "Usted calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya" ¿Cual sería el chiste en este caso?

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  12. Hay una parte donde dice "Usted calla y se va a baraja porque se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya" ¿Cual sería el chiste en este caso?

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  13. Necesito Ayuda A Esta Pregunta:
    ¿Que Pasaría si el comisario laurenzi decidiera entregar al Juez Roynol?

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  14. Cual seria el enfoque narrativo ? Me ayudan

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  15. Aleluya al fin el cuento completo ... Agradezco al que publicó esto ... Gracias a vos aprobé lengua y ahora estoy libre

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  16. jjajajaja no entedi la historia pero seguro es muy grasioco

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  17. Me haces un Pete el comisario es más gordo y vegeta viendo YouTube tiene más forma física

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  18. cual es el significado de esta frase?
    “Al fin y al cabo es mejor que ande suelto
    un asesino y no una ruedita de la compasión”

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    Respuestas
    1. significa que es preferible que ande suelto un asesino a que alguien que venda droga y perjudique a la Sociedad

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